El Ballet Nacional, en Rusia

El Ballet Nacional de España ha comenzado una gira por Rusia que ha comenzado en el mítico teatro Mariinski de San Petersburgo y concluirá el 9 de diciembre en el no menos legendario Bolshoi de Moscú. Y no puedo por menos que recordar mi primer viaje profesional al extranjero, en marzo de 1987, precisamente acompañando al Ballet Nacional a San Petersburgo (entonces todavía Leningrado) y Moscú. Fue aquella una experiencia verdaderamente inolvidable en todos los sentidos; hace unos días, me encontré con Carmen Morillas y Carlos Guerrero, dos de los técnicos de aquella gira -ella sigue todavía en Sastrería, él se jubiló ya como jefe de Iluminación-, y volvimos a recordar el viaje, que me sirvió para conocer a una compañía extraordinaria. Lo he dicho mil veces, y lo vuelvo a repetir ahora. El Ballet Nacional de España, por características, calidad y repertorio es un tesoro único de nuestra cultura que conviene mimar y cuidar de una manera especial.
En aquel viaje pasaron muchas cosas. La primera, que en el trayecto Madrid-Francfort-Moscú me perdieron la maleta. Imaginaos: yo, con veintitrés años, llego a la Unión Soviética (entonces no era Rusia) y me encuentro con que hemos llegado con mucho retraso, mi maleta no está y tengo que cambiar de aeropuerto para tomar otro avión rumbo a Lenignrado. El mundo se me vino abajo. Menos mal que en el aeropuerto de Moscú me esperaba Sara, una de las traductoras (creo recordar que en el Ballet las llamaban «periboches») asignadas a la compañía para su estancia en la capital soviética. Ella se ocupó de los trámites para reclamar mi maleta, de acompañarme al otro aeropuerto y de conseguirme un billete en el siguiente avión (el mío lo había perdido, claro) hacia Leningrado. Éste era como un autobús de línea de tercera, pero por el aire, y allí empecé a notar algo que me llamó la atención durante todo el viaje: el penetrante y desagradable olor que había en prácticamente todos los lugares cerrados. 
Cuando llegué a Leningrado -noche cerrada y gélida- me estaba esperando Luis Llorente, por aquel entonces jefe de prensa del Ballet. Ya en el hotel, cenamos, nos bebimos junto al desaparecido Carlos Valverde, sobreintendente de la compañía (creo que había alguien más, pero no lo recuerdo bien), una botella de vodka. Solo me di cuenta de lo que había bebido cuando me levanté y la sala empezó a dar vueltas.
La habitación era apenas un camarote; lavé en el cuarto de baño la ropa interior (con una pequeña pastilla de jabón, no había más) para poder usarla al día siguiente, y dormí profundamente después de un día terrible.
La maleta apareció a los tres días; ya nos habíamos ido a Moscú, y confieso que cuando la vi en el hall del hotel (el Rossia, un monumental edificio; tanto, que había una recepción con las llaves en cada planta) la abracé como si me hubiera reencontrado con una vieja amiga. Pude cambiarme de ropa (por cuestiones de talla, los bailarines no me habían podido prestar nada, y estuve ese tiempo con las mismas prendas) y confieso que fue una verdadera felicidad. Menos mal que estábamos a 17 bajo cero. Si me hubiera ocurrido en pleno verano, no hubiera podido despegar los brazos del cuerpo.
Lo pasé realmente bien en aquel viaje. Paco Ruiz, un antiguo bailarín reconvertido en fotógrafo, recibió el encargo de «ponerse a mi servicio» para hacer las fotos que yo necesitara para el reportaje, que se publicó en Los domingos de ABC. Nos hemos reído mucho siempre recordando esa frase. Fui testigo del entusiasmo que despertaba la compañía en las dos ciudades, donde el público subía con flores y regalos hasta el mismo escenario (esa era la costumbre). Madrugué para acompañar a los técnicos en el montaje del espectáculo en el impresionante palacio del Kremlin de Moscú, en cuyo escenario, del tamaño de un campo de fútbol, descansaba una gigantesca cabeza de Lenin. Pasé con ellos y con muchos miembros de la compañía muchas horas; nos fotografiamos en el Kremlin (la foto corresponde a ese momento), delante del Bolshoi... Pude visitar el Mariinski (entonces Kirov), el museo de la Guerra de Leningrado, el Hermitage (donde coincidimos con la compañía del Centro Dramático Nacional, que representaba en una gira inversa «Luces de Bohemia», de Valle-Inclán, con el gran José María Rodero al frente)... Me reuní junto a varios corresponsales con el ministro de Cultura, Javier Solana... Seguí alguna representación junto a los técnicos de sonido, de luces y Juanjo, el pianista... E hice buenos amigos, entre ellos mi querida Merche Esmeralda, una bailaora excepcional y una mujer maravillosa. 
Tengo muchos y muy vivos recuerdos de aquella gira, de la que escribí un largo reportaje dividido en cuatro, como si fueran las cuatro sevillanas (todavía tenía muchos conceptos equivocados sobre el flamenco y la danza española). Y hubo en el texto su anécdota, porque durante el montaje del espectáculo me confesó el director técnico, Freddy Gerlache, que en los viajes metían alguna botella de vino en las cajas de la escenografía y las luces. No recuerdo la cifra, pero la multipliqué por mucho y a los técnicos les cayó una reprimenda que me comentaron después entre risas.
Perdonad la extensión de la entrada, pero había mucho que contar... Y eso que me he dejado muchas cosas en el tintero...

Comentarios

  1. ¡Qué suerte poder acumular este tipo de recuerdos gracias al trabajo!

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