Breve ejercicio para sobrevivir

Adoro lo que de ritual y de ceremonia tiene el teatro, que es mucho. Y me gusta especialmente el que se sigue en lugares como La casa de la portera o en La pensión de las pulgas, donde se vive un acercamiento similar al teatro que permite al público experimentar una sensación especial antes de que comience la representación. Los rostros, entre excitados e inquietos, de los espectadores, sentados en las sillas... Ese silencio roto por las leves risas nerviosas y los cuchicheos, confieren un sabor especial al hecho de asistir a la otra ceremonia: la de la función.

He vuelto a La pensión de las pulgas para ver «Breve ejercicio para sobrevivir», un texto escrito por Lautaro Perotti a partir de dos piezas de Tennessee Williams. Perotti está en el corazón de todos los teatreros madrileños (supongo que también en el de otras ciudades) desde que le viéramos en «La omisión de la familia Coleman», así que su solo nombre en el cartel ya supone un aliciente. Más si en el reparto está esa actriz cristalina que es Bárbara Lennie, a la que acompaña Santi Marín.

No es «Breve ejercicio para sobrevivir» una función sencilla. Pasa sobre los ojos y los oidos de los espectadores como un incómodo y perturbador papel de lija. En el suelo, cubierta por una manta, yace una mujer, rodeada de alcohol y suciedad. Hasta la habitación llega un joven; no logra superar su tartamudeo. Hay entre ambos una relación en la que se mezclan el amor, la compasión, la dependencia, la necesidad... Son dos seres terminales, dos angustiados fracasados incapaces de afrontar sus debilidades y sus carencias,

«Breve ejercicio para sobrevivir» es una función lúgubre, que no se permite un solo momento de respiro, que no tiene un hueco por el que asomarse a sonreir. Durante cuarenta y cinco minutos el público asiste a la historia agobiante y oscura, casi asfixiante, con dos soberbias interpretaciones. Bárbara Lennie es una actriz silenciosa, a la que no le hace falta más que su mirada ocre y su palabra dulce para convencer desde la naturalidad. Y Santi Marín compone de manera excelente su personaje, patético y sombrío. La intimidad del espacio ayuda a que la historia, laberíntica a veces en su pensamiento, se haga cercana.   

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