El Rey León


Cada vez que alguien me pregunta, antes de viajar a Londres o Nueva York, por un musical, siempre recomiendo que vayan a ver "El rey león". Lo vi por primera vez en noviembre de 1997, en una de las funciones previas al estreno en el Amsterdam Theatre (que se reabría hermosamente restaurado, dentro del plan de "limpieza" de la calle 42 del alcalde Giuliani, al que contribuyó la Disney). Después he vuelto a verlo un par de veces más, ambas en Londres; la última el miércoles pasado, con mi sobrino Julio. Recuerdo con nitidez la sensación de sorpresa que me produjo ese asombroso arranque del musical, una auténtica catarata de imaginación y talento. Estuve toda la función entusiasmado, incrédulo ante lo que veía sobre el escenario. El otro día -han pasado casi once años- ya no hubo sorpresa, pero la fascinación por el que considero que es el mejor espectáculo que he visto en mi vida sigue intacta. Julie Taymor, la directora del espectáculo (de quien soy fan incondicional desde entonces), no podía haber encontrado una fórmula mejor para adaptar lo que nació como película de dibujos animados. Ella misma es la creadora de las máscaras que llevan los personajes, y además de haber capturado la esencia de África a través de ellas ha logrado un magnético efecto. La primera escena conquista ya al espectador y le hace sentir que se encuentra ante un espectáculo diferente, deslumbrante, verdaderamente mágico. Es imposible no sentirse un poco mejor cuando uno sale del teatro. El modo en que resuelve la escena de la estampida -recurriendo a los trucos teatrales más antiguos-, esos detalles de imaginación como la hierba de las praderas o el desfile de las hienas, la música de Elton John, Hans Zimmer y Lebo M.; la propia historia, tan sencilla como emotiva... Son ingredientes que hacen de "El rey león" una experiencia inolvidable, una arrebatadora fiesta para los sentidos.

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