La casa de Bernarda Alba


Nuria Espert silabea entre sollozos, las letras escapando por entre los llorosos dientes, las últimas palabras que escribió García Lorca, con las que concluye “La casa de Bernarda Alba”, un drama sobre la asfixia, sobre la dominación, sobre el miedo, sobre la vergüenza, sobre el silencio… Un drama escrito con los puños apretados y los labios mordidos, con la rabia tiñendo las palabras aceradas del poeta. “La casa de Bernarda Alba” es uno de esos textos que se agarran al estómago y son imposibles de soltar, y Lluís Pasqual uno de los directores que mejor sabe entender y traducir el universo de aquel escritor luminoso y sombrío al tiempo. No es extraño, pues, que las Naves del Español se llenen cada día, que el silencio se apodere del público desde que las luces se encienden y el blanco suelo de la casa de Bernarda trata de restar sombras al refugio de plañideras, convertido por la dueña en panteón en el que sus hijas han de enterrar la alegría para sollozar en silencio su duelo. Lluís Pasqual ha convertido “La casa de Bernarda Alba” en un espectáculo emocionante, que transpira tensión y angustia, que ahoga y conmueve; un espectáculo de enorme belleza visual, sensible e inteligente. Dos actrices, Nuria Espert y Rosa María Sardá, son el mascarón de proa de un reparto tan equilibrado como brillante. La primera con su sobria autoridad, que nace de la mirada inquisidora y aplastante y sigue en su tono inquebrantable. La segunda, con el reproche en una mano y el respeto en la otra, con su actitud imperturbable y descarada cachaza.

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