Rocío Molina

El pasado mes de febrero, tras su actuación dentro del Festival Flamenco de Nueva York, donde presentó Oro Viejo, Rocío Molina recibió una visita muy especial en su camerino: Mikhail Baryshnikov, leyenda viva de la historia de la danza, se acercó a saludarla y a felicitarla -la bailaora malagueña había colaborado con su centro de artes-; no contento con ello, se arrodilló a sus pies ante la ruborizada mirada de Rocío. Después de ver Cuando las piedras vuelen en los teatros del Canal, me preguntaba si Baryshnikov hubiera hecho lo mismo después de verlo. Probablemente sí, pero este espectáculo es un plato de gusto particular, que no está hecho para satisfacer todos los paladares; tiene un sabor interesante, está emplatado con buen gusto y las texturas y los colores combinan tanto a la vista como en la boca... Pero uno queda con hambre después de verlo, echando de menos la sal del flamenco y la contundencia de ingredientes que suelen ser la base de su menú.
Todo está muy cuidado y tiene mucha calidad en este Cuando las piedras vuelen, al que, eso sí, le reprocho cierta pretenciosidad. Rocío Molina no es únicamente una artista de una valentía extraordinaria -su vestuario, o más bien habría que decir su no vestuario, es prueba suficiente de ello-, es una bailarina con un talento singular, que mece siempre sus movimientos dentro de la música, con impecable exactitud y elegancia. Sus cantaoras la envuelven con arte, lo mismo que sus guitarristas... La escenografía cautiva y ayuda a lograr el clima que requiere el espectáculo... Hay hallazgos escénicos indudables y una voluntad de ir más allá, de buscar nuevos caminos, de enriquecer el vocabulario de una lengua, el flamenco, que es infinita. Pero... Sobre el escenario hay una glacial frialdad (probablemente buscada), un aroma de laboratorio que impide saborear el espectáculo como el festín que uno espera de una artista de la categoría de Rocío.

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