No me hagas daño

Siento, como no podía ser de otra manera, repugnancia por el maltrato a la mujer. Pero, por cuestiones familiares, siento la misma repugnancia por las mujeres que utilizan la injusta ley de violencia de género para sacar provecho de su ventaja legal y, en muchos casos, tratar de arruinar la vida de sus maridos. Conozco muy bien esta cuestión. Por eso cuando se plantea, como en la obra No me hagas daño, de Rafael Herrero, en la sala pequeña del teatro Español, una historia de maltrato, me disgusta su punto de vista maniqueo y políticamente correcto (aunque absolutamente real y terrible), y que nadie cuente una realidad tan triste como denunciable, y que acarrea también grandes tragedias.

Avanzo esta explicación porque quizás sean mis circunstancias personales las que no me hicieron emocionarme apenas al ver la función salvo por el trabajo de los actores. Cuenta, sí, una historia que no por repetida deja de ser menos atroz, pero creo que la acumulación de tópicos y el estilo narrativo le da un tono más documental que teatral. La puesta en escena de Fernando Bernués huye del morbo y es limpia, serena, tiene ritmo, y deja el peso de la función en manos de sus actores. Me gustó mucho Alfonso Torregrosa (sustituto de un enfermo Kike Díaz de Rada) en el papel de Raúl, el marido de la víctima, convertido en un psicópata terrible. Me parecieron correctos Maiken Beitia, Olaia Gil e Isidoro Fernández. Pero lo mejor de la función, para mi, es Sandra Ferrús, una actriz a quien ya había admirado en El mal de la juventud, de Ferdinand Brückner. Al igual que en aquella función, aunque de manera totalmente distinta, su personaje realiza un viaje desde el cielo a los infiernos, y Sandra, que posee en escena una luz especial, y que arranca esta obra como un personaje secundario, llena de colores a su personaje, una colombiana (su tratamiento del acento, sutil pero omnipresente, es otra muestra de su calidad) que protagoniza las últimas escenas con una conmovedora convicción.

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