Antonio Canales

En Londres me he vuelto a reencontrar con Antonio Canales. Ha participado en la gala de clausura del Flamenco Festival, donde ha vuelto a brindar su sabiduría, su enorme talento y su jerarquía. Al concluir el estreno, se confesaba feliz; su cara reflejaba su satisfacción, tanto personal como artística, y la presencia cercana de su hijo Antonio, que ahora le ayuda y acompaña, me parece que tiene mucho que ver con el actual estado del bailaor, que parece sosegado y centrado.

Conozco a Antonio Canales desde hace más de veinte años. Le recuerdo en una serie de galas organizadas por Ricardo Cué en las que compartía escenario con grandes figuras de la danza internacional. Siempre he sentido simpatía por él, un ser humano entrañable; es impulsivo, excéntrico, expansivo, extrovertido, cariñoso... Saca las garras cuando hace falta, y es a menudo lenguaraz. Su carácter excesivo -para lo bueno y lo malo- le ha jugado malas pasadas, y ha sido carne de cañón para la prensa rosa en demasiadas ocasiones.

Hace dos décadas, Antonio Ruiz Soler le consideraba el mejor bailaor de su tiempo. "Es el único que me remueve algo, el único que me llega de verdad", me dijo en una ocasión. Vivía, seguramente, los mejores años de su carrera, intermitentemente brillante. Pero tenía, creo, una espinita clavada. En aquellos años -principio de los noventa- se produjo la irrupción de Joaquín Cortés, que cayó en gracia a público y prensa (a mi el primero; me tenía cautivado desde que lo vi en el Ballet Nacional, y le apoyé sin reservas). Joaquín logró una presencia mediática que -no creo equivocarme- volvió loco a Antonio. No era una cuestión de calidad, sino de carisma, y Joaquín tenía más. Ha pasado el tiempo, y en esta carrera de larga distancia parece ahora con más fuelle Antonio.

Con cincuenta años cumplidos, Canales vive, según sus propias palabras, una segunda primavera artística. Tiene una notable actividad como invitado en distintas compañías, y es consciente de lo que puede ofrecer en un escenario y una sala de estudio: su experiencia, su maestría. Baila con peso y entidad, se cuida -según me dice- y parece que tiene cuerda para rato. Proyectos e ideas no le faltan.

Antonio Ruiz Soler le admiraba. Era mutuo, claro. Y los dos tenían mucho en común. Poseían un talento superlativo y una gran altura artística. Y los dos lo echaron por tierra en un determinado momento. ¿La culpa? Se perdieron el respeto a sí mismos. Uno en la Marbella de las maravillas de los años setenta, y el otro en el laberinto de declaraciones y en la prensa rosa. Y sin respeto propio no hay respeto ajeno. Celebro que Antonio Canales vuelva a ser Antonio Canales, y espero que este renacimiento sea el definitivo porque artistas de su grandeza no abundan. Y porque es una persona que ha errado mucho pero tiene dentro un corazón de oro.

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