Los Premios Max

Nunca he creído demasiado en los premios Max. En primer lugar, porque creo firmemente que los premios teatrales se han de cincunscribir a una ciudad, no a un país; lo contrario es competir en desigualdad. Los Tony se refieren a Nueva York, los Olivier a Londres, los Moliére a París... Follies, la obra ganadora del premio al mejor espectáculo de teatro musical (merecidamente), solo se ha podido ver en Madrid (y dos días en el festival de Peralada). ¿Lo habrán votado los socios catalanes, gallegos o extremeños? Y en años anteriores ha ocurrido algo parecido con espectáculos producidos tanto en Madrid como en Barcelona. No creo, sinceramente, que pueda establecerse una competencia real entre ellos. Como no creo en los premios democráticos. Prefiero jurados profesionales. Para todo.

Hay más razones para que los Max se me atraviesen. Primero, porque sigo sin tener claro cuál es el cuerpo electoral ni he podido averiguar a lo largo de las ediciones quiénes ni cuántos votan. Ha habido también, en muchas ocasiones, candidaturas cuanto menos extrañas: recuerdo ahora, por ejemplo, la inclusión de La Fundación como mejor texto teatral en castellano, cuando la obra llevaba más de veinticinco años escrita... Recuerdo también algún espectáculo de danza candidato habiendo realizado tan solo diez representaciones en el año, nunca en teatros mayores de trescientas personas... Recuerdo también la exclusión del montaje de My fair lady porque no cotizaba en la SGAE, o las candidaturas en un año de un espectáculo que se había estrenado ya el anterior y que no había figurado entre los candidatos de esa edición y sí en la siguiente.

No entro en los resultados, discutibles como en todos los premios. Los gustos personales, las fobias y las filias dan para una larguísima discusión sobre la que no nos podríamos nunca de acuerdo. Se dice siempre cuando uno no está de acuerdo con los galardones que se dan por intereses. No sé, puede ser. Lo que sí está comprobado, porque así se han dado los resultados año tras año, es que hay lobbys o grupos que se reúnen con la intención de votar a una determinada candidatura. Todo limpio, no me cabe duda, ya que se aprovechan de la apatía o el desinterés general para concentrar sus votos. También me consta, porque no hay más que verlo, que en muchos casos (la danza verbigracia) se vota de oído muy a menudo, y año tras año salen los mismos nombres tanto en candidaturas como en ganadores.

En fin, son consecuencias de unos premios que, a mi entender, nacieron bienintencionados pero viciados. Este año, por ejemplo, sin cuestionar a ninguno de los premiados, me ha chocado que el montaje de De ratones y hombres, de Miguel del Arco, se haya vuelto a casa con tan solo dos premios, escenografía e iluminación; y me ha dado mucha rabia que Blanca Portillo no se haya llevado el premio a la mejor actriz (lo ganó, y me alegro, Amparo Baró, también palabras mayores) por un trabajo (el Segismundo de La vida es sueño) que me parece verdaderamente histórico.

La ceremonia fue agradablemente corta, fluida, entretenida e ingeniosamente crítica. El discurso de Antonio Onetti fue modélico, por sus dosis de ironía y crítica. Y en el tono de todas las intervenciones hubo más ganas de seguir adelante, de nadar contra corriente, que de mirarse el ombligo y lamentarse de la situación (que tiene mucho para lamentar). Sí se puede. ¡Viva el teatro! Y, mientras no haya otros premios, viva los Max. No hay que quejarse, sino tratar de mejorar cada día.

La foto es de mi compañera Belén Díaz

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