Miguel Narros

Ha muerto Miguel Narros, uno de los directores fundamentales del teatro español. Tenía ochenta y cuatro años, pero mantenía viva la ilusión, las ganas de trabajar y un infinito amor por la escena. De hecho, la semana pasada estrenó «La dama duende», de Calderón, en el festival «Clásicos en Alcalá». Repasando su monumental currículum, se puede comprobar el hambre de teatro que tenía este hombre discreto, exquisito y extremadamente sabio. Todos los autores han pasado por sus manos, todos los estilos, todas las épocas. Ninguna de sus funciones se parecía a las otras, salvo por el buen gusto, por la atención por el detalle, por esa pincelada fina y cuidada que imprimía a todo lo que tuviera que ver con el montaje, desde la interpretación a la puesta en escena. No siempre acertaba, naturalmente; aunque eso, siempre, es cuestión de gustos, lo que unos aprecian otros lo aborrecen. En los trabajos de Miguel Narros había siempre algo que llegaba al espectador, algo que los hacía distintos. Un toque de calidad, de maestría, de sabiduría. 

En enero el Centro Dramático Nacional le rindió homenaje. Tres de las actrices con las que ha trabajado últimamente -Verónica Forqué, María Adánez y Silvia Marsó- me hablaron de él con admiración, naturalmente (¡era una de las figuras esenciales en la dirección teatral española!); pero también con cariño y con agradecimiento por todo lo que les había enseñado. Para los actores, Miguel Narros era un maestro, que impartía su magisterio desde su conducta, desde su propio hacer. 

En julio de 1988, el Ballet Nacional de España actuó en el Metropolitan Opera House de Nueva York. En el programa llevaban dos de sus trabajos más representativos: «Medea» y «Ritmos», y viajaron invitados por la compañía María de Ávila (bajo cuyo mandato se habían puesto en pie esas obras), José Nieto (compositor de «Ritmos»), José Granero (coreógrafo de «Medea»  y Miguel Narros, que había hecho el guión y el vestuario de esta obra (Manolo Sanlúcar también viajó, porque además tocó en el estreno su propia partitura). Allí conocí a Narros y allí me llamó ya la atención su prudencia y, repito, su extrema corrección. Hubo, por motivos que no vienen al caso, cierta tensión después del ensayo general; los lógicos nervios se mezclaron con alguna extemporánea intervención y en el camerino de José Antonio, director entonces del BNE, se produjo una por momentos agria discusión. Miguel Narros, que podía haber dado su opinión, se mantuvo al margen. Sabía que su papel allí no era el de echar leña al fuego, sino el de ayudar si podía y, sobre todo, disfrutar del éxito de una compañía española en uno de los templos de la ópera mundiales.

Al margen de esto, fue un viaje muy agradable que pude compartir con esas personalidades. Al día siguiente al estreno, Narros y Nieto se fueron a ver «M. Butterfly»; María de Ávila y yo, más bailarines, a ver «Cats». Luego compartimos experiencias.

Coincidí muchas otras veces con Narros, que sirvieron para acrecentar mi cariño y mi admiración por él. Sobre todo cuando, con ocasión del ochenta cumpleaños de José Tamayo, se le hizo un homenaje en las páginas de ABC. Yo llamé a Narros con cierta reserva (entendía que su ideología y su manera de entender el teatro eran muy diferentes) para preguntarle si quería colaborar. «Naturalmente», me contestó, extrañado de que yo dudara que quisiera, y compuso unas palabras llenas de generosidad y de admiración para el director granadino. Echaré de menos a Miguel Narros y le mando un abrazo muy cariñoso a Celestino Aranda. 


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