Festival de Almagro

Termina este domingo una nueva edición (la trigésimo sexta) del Festival Internacional de Teatro Clásico de Almagro, una de las citas imprescindibles del verano escénico español. He estado varias veces -menos de las que me hubiera gustado- en este certamen, creado al amparo del Corral de Comedias, situado en la plaza mayor de Almagro. Entrar en este lugar es atravesar el túnel del tiempo; es un espacio que excita la imaginación, y es fácil imaginarse, sentado en las sillas de enea, en el siglo XVII, asistiendo a una función de Lope o de Calderón.

Dirige el festival (éste es su cuarto año) Natalia Menéndez, una excelente actriz y directora de escena, que ha superado cada vez con menos medios la etapa de zozobra con que llegó al festival y ha logrado en este tiempo asentarlo y devolverle su categoría; todo ello a base de trabajo y de ideas. Natalia es una mujer admirable, por la que siento desde hace años una gran simpatía. Es una mujer culta, muy educada, discreta, cariñosa, respetuosa, ávida de conocimiento, trabajadora, seria... Y me satisface muy especialmente que su labor al frente del festival de Almagro esté siendo fructífera artísticamente, y que se reconozcan los enormes esfuerzos que ella y su equipo están realizando para que el festival esté a la altura de su historia y la crisis se note lo menos posible.

He ido este año dos veces a Almagro, una para asistir a la inauguración y otra para intervenir en el curso que anualmente organiza FETE-UGT en el festival -en esta edición versaba sobre teatro y fotografía, y yo he hablado de la imagen del teatro en la prensa, concretamente en ABC, claro-. En mi primera visita vi dos espectáculos: La verdad sospechosa, de la Compañía Nacional de Teatro Clásico, bajo la dirección de Helena Pimenta; y Tomás Moro, dirigido por Tamzin Townsend. El primero me pareció un montaje notable, divertido y en la línea de lo que la CNTC viene haciendo desde hace años, especialmente desde que Eduardo Vasco tomara sus riendas. La labor de la Compañía para el desarrollo de nuestro teatro es fundamental, tanto por lo que supone por la conservación y difusión del repertorio clásico, como por su trabajo educativo y en la generación de nuevos públicos; para muchos jóvenes sus espectáculos son la primera experiencia teatral, y si se les presenta algo atractivo puede que se haya ganado un espectador para toda la vida.

Mi segunda visita ha coincidido con el homenaje que Almagro ha rendido a Ángel Fernández Montesinos, el veterano director de escena, que lleva, como se señaló en el acto, medio siglo sobre las tablas. Ángel es una persona a la que es muy fácil encontrarse en los estrenos. Extremadamente discreto, Natalia Menéndez le definió en el homenaje como un gentleman. Es cierto; es difícil escucharle una palabra más alta que otra. De hecho es difícil escucharle, suele encontrarse mejor (al menos esa impresión tengo yo; no es que nos conozcamos en profundidad) cuando escucha que cuando  habla. Wolfgang Burmann, Ángel Martínez Roger, Nati Mistral (¡qué artista, siempre con el foco apuntado sobre ella!) y Natalia Menéndez (además de los prescindibles representantes políticos) hablaron de él, y muchos otros compañeros de profesión habían dejado grabado en video su testimonio. Todos destacaron su bonhomía, su conocimiento enciclopédico, su gusto, su exquisitez, y su labor en pro del teatro, y especialmente del teatro musical. Fue un acto bello y emotivo, que hizo que a Ángel se le saltaran las lágrimas en más de una ocasión.

Quedan cinco días para la clausura del festival de Almagro. Espero que Natalia Menéndez quiera seguir a su frente algún tiempo más. Los problemas económicos son cada vez más graves, pero ella está demostrando imaginación y entrega (también las compañías que participan y que han tenido que añadir dos o tres agujeros a su cinturón), y Almagro se la merece.

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