Teresa Berganza

Llevo muchos años seducido por Teresa Berganza, que este año ha cumplido ochenta años, Primero, naturalmente, me enamoró la cantante, a la que empecé a escuchar en los discos de zarzuelas que grabó, entre otros, con Ataúlfo Argenta, siendo casi una niña, o en los de óperas. Después, cuando tuve la oportunidad de conocerla, me cautivó la mujer, tan cariñosa como firme, rayo y caricia casi al mismo tiempo.

De la cantante no diré nada que no se haya dicho hasta la saciedad. Su voz pastosa, acaramelada, marina, es prodigiosamente hermosa. Su dicción, su buen gusto, su facilidad de emisión y su musicalidad son las armas con las que ha triunfado en papeles como «El barbero de Sevilla», «La cenerentola», «Werther» o «Carmen», y en recitales con canciones españolas, francesas. alemanas... Si no la habéis escuchado, hacedlo. Os hechizará.

Conocí a Teresa Berganza a finales de los años ochenta, no recuerdo bien el año, y de una forma muy curiosa. Yo había publicado una entrevista con José Antonio Campos Borrego, entonces director del Teatro de la Zarzuela -donde Teresa no cantaba desde hacía muchos años-, y lógicamente le pregunté por ella. Yo describía en la entrevista la reacción de Campos a la pregunta con la palabra respingo. A los pocos días le llegó al director del periódico (me parece recordar) una carta de Teresa Berganza desde el Parador de Granada comentando la entrevista y quejándose precisamente del «respingo» dado por Campos Borrego (a él tampoco le gustó nada la expresión). Sé que, por ello, tuve que llamarla y hablar con ella y con el que era entonces su marido, José Rifá (con el que congenié bastante, la verdad).

La conocí personalmente cuando, junto con el fotógrafo José Luis Álvarez (autor de la foto que ilustra estas líneas), acudí a su casa de San Lorenzo de El Escorial para hacerle una entrevista para Blanco y Negro. Yo, eso lo recuerdo perfectamente, iba acongojado; me impresionaba aquella mujer, a quien yo admiraba desde hacía tiempo, y no sabía si me iba a encontrar al ogro que algunos me habían pintado. Pues no. Encontré a una mujer segura, libérrima y tajante, pero al tiempo dulce y cariñosa.

He tenido ocasión de verla en varias ocasiones desde entonces (la entrevista fue en enero de 1989) y de visitar la casa en la que vive ahora, pegada al Monasterio de El Escorial, y de hablar con ella por teléfono (en alguna ocasión me ha llamado por equivocación, queriendo hablar con algún otro Julio, y hemos aprovechado para ponernos al día), y siempre he encontrado calidez en sus palabras. En una ocasión me regañó, con firmeza, porque yo había puesto en su boca una palabra (no recuerdo cuál) que, decía, ella jamás emplearía porque le parecía muy cursi. Así es ella.

Dejadme que recuerde dos ocasiones muy especiales. Una, cuando fui a escucharla al Teatro Fernán-Gómez (entonces Centro Cultural de la Villa) en un recital que daba para una asociación médica. Quise presentarle a mi madre y fui al camerino, donde me abrazó y me dijo: «Te he visto sentado en la primera fila y, con este público tan raro, he cantado todo el rato para ti». Me emocionó, por supuesto.

La segunda vez fue en París. Me había invitado a verla en el estreno de «Carmen» (el viaje y el hotel corrían por mi cuenta, ella me daba la entrada) en el Palacio de los Deportes de Bercy, ante catorce mil personas. Fue una representación espectacular, que dirigía Pier Luigi Pizzi, y en la que Teresa salía montando a caballo. Al concluir la función fui a su camerino, y estando allí con ella apareció la princesa Carolina de Mónaco, a quien me presentó, y de la que me enamoré inmediatamente. ¡Qué belleza de mujer! Casi tanto como Teresa, a quien desde aquí reitero mi admiración, mi cariño... Y, por qué no decirlo, mi amor.

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