Un enemic del poble en el Teatre Lliure

Intenso fin de semana teatral, con escapada a Barcelona incluida. En próximos días os hablaré de «Amantes», la adaptación teatral de la película de Vicente Aranda, que presenta el CDN en el Valle-Inclán; de «Jo Mai», de Iván Morales, en el Lliure de Gracia; y de «Tierra de Nadie», de Harold Pinter, en Matadero. Pero quiero hoy hablar de «Un enemic del poble», el turbador texto de Ibsen, que se acaba de estrenar en el Lliure, y que fue la causa principal de mi viaje a Barcelona, ciudad que no visitaba (pecado) desde hace años.

Sobre el papel, «Un enemic del poble» (Un enemigo del pueblo) presentaba muchos y muy distintos atractivos que justificaban el viaje: texto, dirección (Miguel del Arco) y reparto (con Pere Arquillué, Pablo Derqui, Mónica López y Miquel Fernández en él). La función es en catalán, pero como algunos de vosotros sabéis viví de niño durante diez años en Gerona, y entiendo perfectamente el idioma (aunque nunca me he atrevido a hablarlo). Y el resultado ha superado ampliamente las expectativas. Me apresuro a decir que «Un enemic del poble» es un espectáculo soberbio, una gran ópera que Miguel del Arco ha sabido construir a partir de la demoledora y brillante partitura de Henrk Ibsen.

El agua es el origen del conflicto que plantea la obra, que se va ramificando en un poblado laberinto de cuestiones éticas y morales. Y el agua es la base sobre la que levanta Del Arco su sólido edificio escénico. La escenografía es el interior de un enorme depósito, dentro de la que se enmarcan los dos espacios en los que transcurre la acción: la casa de Thomas Stockman y la redacción del periódico-estudio de televisión (Del Arco abre la asamblea popular al patio de butacas). Y en ese depósito frío, desangelado, gris, aparece y desaparece el agua de la discordia. Un hermosísimo marco para un drama hiriente y perforador, creado por Eduardo Moreno e iluminado por Juanjo Llorens. Y son hermosas las transiciones cantadas maravillosamente (como siempre) por Miquel Fernández, y escritas por Arnau Vilà.

Me parece inútil subrayar la actualidad de «Un enemigo del pueblo», buscar a sus personajes similitudes con algunos de los protagonistas de nuestra vida política y social. Si un texto como el de Ibsen nos sigue removiendo y conmoviendo es porque su universalidad, su intemporalidad, es absoluta; no me cabe ninguna duda de que dentro de cien años seguirá impresionando y horadando conciencias como hace ahora, y como hizo hace ciento treinta y dos años, cuando se estrenó. Y es que las palabras de Ibsen buscan directamente la yugular de los espectadores. Es difícil no sentirse incómodo en la butaca; no escuchar, horas después de concluída la representación, los ecos del íntegro e ingenuo discurso de Stockman. No sentir, en fin, repugnancia por las actitudes fariseas del alcalde, el periodista y el comerciante, símbolos de una sociedad en la que todos estamos integrados.

Miguel del Arco ha tomado la versión que Juan Mayorga escribió hace unos años para la producción que Gerardo Vera dirigió en el Valle-Inclán. Con ella, ambos dramaturgos han afilado aún más el texto para que éste sea un cuchillo inmisericorde. Miguel del Arco ha demostrado que tiene muy claro cuál es su trabajo: servir al texto, ser cómplice del autor y traerlo a nuestros días. A veces, como con «La función por hacer», reinventando la historia original. Otras, como en este «Un enemic del poble», caminando sobre la vereda del texto original. Pero siempre buscando la mejor conexión con el público contemporáneo.

Otra de las características del trabajo de Del Arco es su amor incondicional por los actores. Todos con los que he podido hablar destacan el clima de confianza, respeto y creatividad que se respira en sus ensayos. Y eso se puede ver sobre el escenario. «Un enemic del poble» tiene un reparto exuberante y sobresaliente, que canta la partitura con una excelente afinación. Pere Arquillué es un prodigio de naturalidad, de convicción; transita desde la ira a la desesperación, desde la felicidad a la decepción, sin perder nunca el equilibrio ni aflojar el paso de una función que le exige un esfuerzo físico y mental de campeonato. Pablo Derqui es otro actor sobrenatural, que consigue que sus personajes se diluyan en su cuerpo sin perder ni su personalidad ni sus características; y con un repertorio gestual formidable. Son, para mí, los dos mascarones de proa de un montaje donde sería injusto que no destacara el trabajo preciso, minucioso y convincente de Blanca Apilánez, Roger Casamajor, Miquel Fernández, Miquel Gelabert, Mónica López y Andrea Ros.

No hay, tengo entendido, nada acordado ni estudiado, pero espero ver este montaje pronto en el Matadero (hazme caso, Natalio). No hay, en Madrid, mejor escenario para él, y el público de la capital se merece ver este soberbio y arrebatador espectáculo, que el Lliure de mi admirado Lluís Pasqual ha propiciado.

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