«Rocky» en Broadway

Se acaba de estrenar en Broadway -en el Winter Garden, donde se estrenaran «West Side Story» o «Cats»- el musical «Rocky», basado en la película que lanzó a la fama a Sylvester Stallone. Llegaba precedida de un gran éxito en Alemania, donde se estrenó, concretamente en Hamburgo, en noviembre de 2012, y las funciones previas fueron un hervidero de público ávido de encontrarse con Rocky Balboa, uno de los personajes legendarios del Hollywood de las últimas décadas.

A una de estas funciones asistí yo, junto a mis amigos Belén Seoane (entregada desde antes de que sonara la obertura) y Nico García. Y no es que arrancara bien. A los cinco minutos de empezar cayó el telón y una voz anunció que la función se suspendía temporalmente por problemas técnicos. No pasó demasiado tiempo hasta que la misma voz comunicó que dichos problemas se habían solventado y que el espectáculo se iba a reanudar.

No sé si fue el parón o que el espectáculo no da más de sí, pero la primera parte del musical me resultó aburrida y falta de ritmo y de tensión. El musical sigue casi al pie de la letra el guión de la película, escrito por el propio Stallone, en el que se narra la peripecia de un boxeador de cuarta, que llega a pelear por el campeonato del mundo, y su incipiente romance con la dependienta de una tienda de animales. Ni el desarrollo de los personajes, ni el desigual montaje -solo me llamó la atención la escena del matadero, en la que descienden de los telares los cuerpos de una docena de reses, como si fueran sacos de boxeo-, ni siquiera la música, tímida e insustancial (lo mejor son «Eye of the tiger», de Survivor, y «Gonna Fly Now», de Bill Conti, dos canciones de la película), me sacaron de mi apatía.

Pero todo cambió en la segunda parte. La historia viaja rápidamente a las escenas de la preparación de Rocky para la pelea y en el combate final, brillantemente resueltas. Con un fuerte apoyo audiovisual, se ve a un Rocky multiplicado mientras entrena por las calles de Filadelfia y sube a las míticas escaleras del Museo de Arte de la ciudad, para terminar comiéndose tres huevos crudos (un tour de force para el protagonista, Andy Karl, vitoreado por el público).

Y faltaba la pelea. Un gran ring ocupa gran parte del escenario. Los espectadores de las primeras filas abandonan sus localidades y son conducidos hasta unas gradas situadas detrás del cuadrilátero, mirando hacia el patio de butacas. Cuando ya están acomodados, el ring avanza y se sitúa casi en el centro de la platea. Sobre él, una gran pantalla amplifica las imágenes del combate. Éste se desarrolla a través de una magnífica coreografía, llena de vibración y nervio, magníficamente realizada (se puede ver como la sangre brota en los rostros de los dos púgiles) y estupendamente ambientada. Son veinte minutos que levantan el ánimo y hacen que el público salga eufórico del teatro.

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