«Un trozo invisible de este mundo», de Juan Diego Botto


Sé que lo que voy a decir no es políticamente correcto. Me cansa la insistencia de discursos victimistas y hasta cierto punto maniqueos como el de Juan Diego Botto, que tiene abierta una herida ciertamente espantosa que no parece poder o querer cerrar, y que exorciza con textos como «Un trozo invisible de este mundo», convertido en un soberbio y muy recomendable espectáculo dirigido por Sergio Peris-Mencheta e interpretado por el propio Juan Diego Botto y la actriz Astrid Jones. Se estrenó hace año y medio en las Naves del Español, y a este escenario ha regresado ahora con el mismo éxito.

Compuesto por cinco monólogos basados en el drama de la inmigración y el exilio, con toda la soledad, sufrimiento y desorientación que ello implica, y contados en primera persona, «Un trozo invisible de este mundo» es un trabajo emocionante, en algunos momentos conmovedor. Son historias duras, escritas con convicción y salpicadas por algunas gotas de demagogia (especialmente en la primera, «Arquímedes»). El humor con el que arranca el espectáculo se va desvaneciendo a medida que las historias se van oscureciendo. La de Turquito, víctima de la sanguinaria dictadura militar argentina, resulta estremecedora.

Una cinta transportadora por la que aparecen decenas de maletas que se acumulan en sus costados es la sugerente escenografía de un espectáculo que Sergio Peris-Mencheta dirige con pulso firme y con tanta sensibilidad como sabiduría en el detalle, encendiendo los focos sobre las palabras, haciendo que éstas viajen desnudas y directas hacia los espectadores. Peris-Mencheta maneja con inteligencia los planos y sabe sacar partido de ese espléndido espacio que es el Matadero, y consigue regular la temperatura del espectáculo para que el público entre progresivamente en calor. En el debe, la entrega a los espectadores de una pegatina con un número (todos el mismo), que no tiene después una mayor incidencia en la función, y que genera unas expectativas incumplidas. Tampoco me parece adecuado, por mitinero innecesario (lo hacía también en su montaje de «Continuidad de los parques»), incluir al final de los aplausos una cita de García Lorca defendiendo el teatro y un artículo de nuestra Constitución sobre la Cultura. Si los espectadores están allí, es porque están convencidos de la necesidad del teatro.

Al clima de emoción contribuyen las interpretaciones de los dos actores. Juan Diego Botto recupera en varios de sus monólogos su acento argentino original para brindar una actuación palpitante y sincera, superior a todas las que le he visto tanto en el cine como en la escena. Por su parte, Astrid Jones, que narra la historia de una inmigrante africana en un centro de internamiento para extranjeros, sube los grados de la emoción con una interpretación turbadora y tierna, que se apoya también en un canto hermoso y dulce.   

La foto es del magnífico Javier Naval

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