Londres: National Theatre


Londres es, para cualquier aficionado al teatro, un verdadero paraíso, al tiempo que un infierno. Es tal y de tanta calidad la oferta que siempre falta tiempo o dinero (o las dos cosas) para poder ver todo lo que se quiere; pero el mal es menor porque no es difícil acertar, se vaya a donde se vaya. Lo he podido comprobar una vez más esta semana, que he pasado allí junto a mi sobrino Pablo, con el que he visto seis espectáculos en cuatro días; una cifra suficientemente elocuente del motivo de nuestro viaje. Tres musicales -«Charlie and the chocolat factory», «Miss Saigon» y «The phantom of the Opera», con Gerónimo Rauch como protagonista- y tres obras de texto -«Shakespeare in love», «The curious incident of the dog in the midnight» y «A small family business»- han sido mi botín en este viaje.
He podido comprobar con envidia una vez más que, en materia teatral, Londres está a años luz de Madrid. Nosotros, ciertamente, tenemos ahora una extraordinaria efervescencia creativa, especialmente en el denominado off, que resulta esperanzadora (ignoro lo que Londres ofrece en este sentido). Pero hablo ahora de la situación general; no hemos podido ver varios espectáculos porque las entradas estaban agotadas para el día que queríamos (cierto es que íbamos a la aventura en ese sentido): hablo de «Richard III», en los Trafalgar Studios, de «A streetcar named desire» en el Young Vic, de «The crucible» en el Old Vic, de «Skylight» en el Wyndham's Theatre o de «Great Britain» en el National Theatre, que eran varias de nuestras opciones. Todo lo que vimos lo hicimos con teatros prácticamente llenos, con públicos entregados y exultantes. Una satisfacción para cualquier aficionado al teatro. En Londres se respira un profundo respeto, amor y entusiasmo por el teatro. A las siete de la tarde -media hora antes de que comiencen, en general, las funciones-, el público se acumula ya en las puertas de las salas. Las entradas no son baratas -el IVA allí es del 20 por ciento-, pero esto no parece ser un inconveniente para los espectadores. No quiero comparar, sin embargo, porque seguramente caería en las generalizaciones y en la injusticia, pero he tenido la sensación, una vez más, de que Londres posee un sólido tejido teatral (una industria teatral, para ser más claro) que le hace ser más fuerte.

No voy a caer en el reduccionismo ni voy a pretender comparar realidades muy distintas. Madrid es Madrid y Londres es Londres; perogrullada que lo explica todo sin explicar nada, pero que nos debe hacer reflexionar y, en ocasiones, olvidarnos de nuestro ombligo. Tenemos, y así lo reflejo en este blog, razones más que suficientes para sentirnos orgullosos del teatro español, pero no puedo evitar sentir envidia cuando miro tanto la cartelera londinense como sus instituciones. El National Theatre (el equivalente del Centro Dramático Nacional), por ejemplo: un soberbio edificio en el South Bank, a orillas del Támesis, con unas magníficas instalaciones, acogedor y en el que a todas horas se respira aroma teatral. Un aroma que procede del inmenso respeto que existe en Gran Bretaña por el teatro; no solo por parte de las instituciones (que en España, lo sabemos, tienen la culpa de todo), sino por parte de las propias gentes que lo hacen y, sobre todo, del público, consciente de que es un arte indispensable. Y aquí tenemos mucha responsabilidad los medios de comunicación, lo sé. pero también todos los que, de alguna manera, hacemos teatro o estamos involucrados en el hecho teatral.

Y en el National Theatre, en el Olivier Theatre (en memoria de Laurence Olivier), pude ver «A small family business» («Un pequeño negocio familiar»), de Alan Ayckbourn, uno de los autores británicos más prolíficos y respetados del siglo XX (leed este artículo de mi admirado Marcos Ordóñez). Se trata de una ácida y macabra comedia con tintes de vodevil, en la que un íntegro cabeza de familia (que acaba de hacerse cargo de los negocios familiares, en sustitución de su suegro) se va poco a poco enredando en los tejemanes de su extensa parentela.

Sobre el escenario giratorio del Olivier Theatre vimos por la mañana la preparación de la escenografía (se alternan dos obras en cartel, y cada cuatro días se cambian). Una monumental casa de muñecas es el decorado sobre el que transcurre la obra, que se estrenó en este mismo escenario hace veintisiete años. El dramaturgo Mark Ravenhill se refirió a ella como «una de las obras políticamente más intensas de la época», y el crítico Michael Billington la sitúa entre las diez mejores obras del teatro británico del siglo XX por su «asalto devastador a los "valores empresariales que nos enseñaron a admirar en los años 80».

Disfruté mucho de la representación, dirigida por Adam Penford, a pesar de que mi nivel de inglés no me permitía seguir muchos de los frenéticos diálogos; pero el nivel de la interpretación, el ritmo de la función y la limpieza e inteligencia de la dirección (llena de chispa) me parecieron admirables. Una magnífica experiencia, sin duda.

En posteriores posts os hablaré del resto de espectáculos. Por ahora es suficiente.

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