«Cliff», de Alberto Conejero, en La Pensión de las Pulgas


Montgomery Clift es uno de esos actores que integran la «leyenda maldita». Aunque no está a la altura de personajes como Marilyn Monroe o James Dean, su temprana muerte, cuando solo tenía cuarenta y seis años, le hace formar parte de ese legendario reparto. Su adicción a las drogas y al alcohol provocaron su muerte en 1966, pero él ya había perdido más de la mitad de su vida una década antes, cuando estuvo a punto de morir a causa de un accidente de tráfico (le salvó, en una acción muy novelesca, su gran amiga Elizabeth Taylor). Pero dejó memorables actuaciones en películas como «El árbol de la vida», «De aquí a la Eternidad», «Un lugar en el sol», «Los ángeles perdidos», «Vencedores o vencidos», «La heredera» o «Yo confieso». Fue cuatro veces candidato al Óscar al mejor actor, pero las cuatro se volvió de vacío de la ceremonia.

De todo esto habla «Cliff», la obra de Alberto Conejero que se presenta en La Pensión de las Pulgas. El propio autor la dirige junto a Alberto Velasco, y Carlos Lorenzo interpreta al actor. Se trata de un monologo sombrío, otoñal, que nos muestra a un Clift Montgomery herido pero esperanzado en las vísperas de la gala de los Oscar de 1962, convencido de que por fin va a lograr el Oscar, esta vez por su trabajo en «Vencedores y vencidos». Le ilusiona también su próxima vuelta al teatro; quiere regresar al teatro, y volver a interpretar en Nueva York «La gaviota», de Chéjov, y su intención es contar con Elizabeth Taylor. El texto, poético, lloroso, afilado, nos muestra a un Clift subido a una montaña rusa: los recuerdos de su accidente y los fracasos le hacen descender a los infiernos, y la esperanza en sus nuevos retos le eleva el ánimo. Después, llega la frustración. Y el hundimiento, empapado en drogas y en alcohol. Siempre con un relato tan atormentado como vibrante, tan armonioso como sugerente.

No es fácil ponerse en la piel de un personaje lleno de rincones, con una sempiterna melancolía en su mirada. No es fácil tampoco, ni para la dirección ni para el actor, mantener tensa la cuerda del espectáculo y de la interpretación, con un personaje y un texto asomados todo el tiempo al borde del precipicio de la desesperación y la tragedia. Y no es fácil mantener la dignidad cuando uno se presenta al público con un ridículo atuendo: Camiseta blanca de tirantes y calzoncillos tradicionales, también blancos. Pero Alberto Conejero, Alberto Velasco y Carlos Lorenzo lo consiguen. Aquellos, con una dirección templada y rítmica; éste con un trabajo medido, con el punto justo de amargura y de tristeza. Un muy bello espectáculo.

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