«El loco de los balcones», de Mario Vargas Llosa, en el Teatro Español


Creo que una de las obligaciones del teatro público es apostar: por un autor, por un director, por un reparto, por una línea de trabajo, por un proyecto... Por eso me gustó la idea de Natalio Grueso de resucitar -el término lo empleó el propio autor- la obra teatral de Mario Vargas Llosa, que se reduce a un puñado de textos, a pesar de la confesada devoción del escritor por la escena. No goza de la misma fama Vargas Llosa como dramaturgo que como novelista, pero es un gran autor, y es un premio Nobel español (tiene doble nacionalidad). Por eso poner en pie todas sus obras me parece una apuesta tan arriesgada como atractiva y acertada.

«El loco de los balcones», que se presenta en el Teatro Español, es el tercer montaje realizado dentro de este ciclo, después de «La Chunga» y «Kathie y el hipopótamo», dos magníficos, y muy distintos, espectáculos. Más floja me ha parecido esta puesta en escena, a pesar del potencial que creo que tiene el texto. Está basado, cuenta Vargas Llosa, en la historia real de un profesor italiano que daba clases de arte en la Universidad de San Marcos, en Lima, donde estudiaba el premio Nobel. «Este florentino enamorado de la belleza libraba, en los años en que yo era alumno de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, una quijotesca batalla en defensa de los balcones de Lima colonial, a los que iba desapareciendo, uno tras otro, la picota del progreso». Enamorado de los balcones, que le parecían uno de los elementos más señoriales y significativos de la capital peruana, y empezó una campaña que le llevó a acumular, en un depósito que tenía alquilado, los balcones que, antes de ser demolidos, compraba o le donaban.

Éste personaje y su historia es el hermoso punto de partida de «El loco de los balcones», donde Vargas Llosa recrea con la elocuente belleza de su pluma esta quijotesca aventura. Acompañan al profesor italiano personajes inventados por el autor: su hija y el hijo de uno de los arquitectos encargados de ejecutar la sentencia de muerte de los balcones, que a la postre se convertirá en su yerno. Circulan también por la obra, entre otros. el exnovio de su hija, un indígena llamado Teófilo; un huraño funcionario, un borracho transeúnte y el arquitecto que será su consuegro.

Vargas Llosa cuenta la historia con idealista amargura, en la que hay momentos de esperanzada brillantez que la dirección de Gustavo Tambascio no subraya. Tampoco sabe levantar el ritmo cansino de un texto excesivamente largo y discursivo, pero que tiene en su esencia un magnífico latido dramático, con situaciones sugerentes y personajes atractivos a los que, es cierto, no es fácil insuflarles vida. De este pantanoso ambiente se nutre el resto del montaje y se contagia la interpretación de José Sacristán, que impone la jerarquía de su voz y su presencia, pero resulta ensimismado. Sí aportan luz a la función Candela Serrat (hija del cantautor catalán), que interpreta deliciosamente, con franqueza y claridad, a la hija de Brunelli; y Juan Antonio Lumbreras, que le da justeza y simpatía a su borracho.

La estupenda foto es de Javier Naval

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