José Luis Alonso


Buscando documentación sobre la obra «Rinoceronte», de Ionesco -que se estrena la semana que viene en el teatro María Guerrero-, he encontrado que el estreno español de este texto -como varios de este autor- lo dirigió, en 1961, dos años después de su estreno, José Luis Alonso. Y, no sé bien por qué, me han venido a la mente mis escasos recuerdos sobre este legendario director, un nombre fundamental para el desarrollo de la escena española en la segunda mitad del siglo XX.

Conocí a José Luis Alonso en el teatro de La Zarzuela a mediados de los años ochenta, donde estuve unos pocos meses ayudando a José Luis Rubio en el departamento de Prensa. Alonso había sido director de aquel teatro poco tiempo atrás, y había firmado, entre otros montajes, una producción de «La verbena de La Paloma» que me atrevo a decir que supuso un antes y un después en la forma de abordar el género. Traté, desgraciadamente, muy poco a José Luis Alonso; en aquel momento yo no era consciente de lo que suponía. A pesar de ello, su terrible suicidio, en 1990, me produjo un tremendo impacto y lo sentí muchísimo. 

Le recuerdo vagamente, llegando al teatro de La Zarzuela y pasando al lado de la mesa en la que yo estaba. Era una persona extremadamente amable y educada, todo un caballero al que enseguida le tomé afecto. No me preguntéis por qué, pero mi memoria siempre me devuelve su imagen levemente sonriente y una voz suave. Le entrevisté por primera vez (fueron apenas unos minutos) en el escenario de la Zarzuela, junto a José María Pou. No me acuerdo, lógicamente, de lo que me dijo, pero sí de la impresión que tuve de que era un enamorado del género. Y recuerdo también que fui en una ocasión a su casa, no sé si para algún reportaje para ABC o para recabar material de alguna ópera que dirigió en la Zarzuela. Vuelvo a recordar impresiones: Alonso destilaba bonhomía y sabiduría.

El retrato de José Luis Alonso se completa con lo que me han hablado de él muchas personas: Emilio Sagi, José María Pou, Rosana Torres, María Fernanda d'Ocón, Andrés Peláez... Han sido pinceladas coloreadas con un denominador común: el cariño y la admiración. 

Y es que José Luis Alonso, como José Tamayo, como Luis Escobar, fueron directores que cambiaron el teatro español. Que soñaron -y lo hicieron, en la medida de sus posibilidades- un teatro de calidad, asentado sobre grandes textos; un teatro dirigido a los espectadores de su tiempo, que les hablara de ellos mismos y les sacudiera, que fuera al mismo tiempo entretenido y profundo. Descubrió a los espectadores a autores como Ionesco y Anouilh, y convirtió los teatros que dirigió en un espacio de libertad en tiempos de oscurantismo. La difícil sencillez de sus propuestas (basadas siempre en una línea recta entre el escenario y el espectador) se impuso también en los convulsos tiempos de la experimentación teatral, en los años setenta. Porque siempre supo amasar con inmenso talento los distintos elementos que hacen de una función teatral una experiencia única: texto, espectáculo, espectadores, actores, respeto, sensibilidad, humildad...

No sé por qué me ha venido hoy a la cabeza el recuerdo de José Luis Alonso, pero lo cierto es que tengo mucha nostalgia de él.

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