«Los cuentos de la peste», de Mario Vargas Llosa (y con Mario Vargas Llosa)


Pocas funciones teatrales han despertado últimamente en Madrid tanta expectación como «Los cuentos de la peste», una obra de Mario Vargas Llosa que se ha estrenado en el Teatro Español. La presencia en el reparto del propio escritor peruano -premio Nobel de Literatura, no nos olvidemos- es suficiente para explicar el fenómeno; máxime cuando, unos días antes del estreno, fue portada en «El país» y excitó el interés del resto de los medios de comunicación, que habitualmente viven -vivimos- de espaldas a la realidad de nuestro teatro. No era la primera vez que Vargas Llosa se subía a un escenario; de hecho, ésta es la cuarta (las tres anteriores fueron «La verdad de las mentiras», en 2005; «Odiseo y Penélope», en 2006, y «Las mil noches y una noche», en 2008), Pero en esta ocasión era un reto más exigente, y por primera vez actuaba con la corona de laurel del Nobel en su cabeza.

La programación en el Español del corpus teatral de Vargas Llosa es una herencia del anterior director del teatro, Natalio Grueso. En contra de muchas opiniones, creo que es una idea interesante, a pesar de que la faceta de dramaturgo del premio Nobel no sea la más destacada. Muy distinto es cómo se lleve a cabo en escena: «Kathie y el hipopótamo», que dirigió Magüi Mira, era un espléndido espectáculo que resolvía de forma brillante las complejidades del texto, todo lo contrario que «El loco de los balcones» con el que se abrió la temporada. Y otra cosa es que se produzca una obra para cumplir lo que sin duda es un capricho innecesario, que es lo que parece el montaje de «Los cuentos de la peste».

Aitana Sánchez-Gijón dijo, en un encuentro con cuatro periodistas en la Biblioteca del Teatro Español unos días antes del estreno, que Vargas Llosa se había escrito un papel para ser interpretado por un primer actor, y citó al enorme Alfredo Alcón -palabras mayores-. Y efectivamente así es. El conde Ugolino es un personaje interesantísimo, poderoso, sumamente atractivo; Vargas Llosa posee carisma y presencia, además de estar acostumbrado a los auditorios,  pero no es un actor, y su encarnación de Ugolino es plana y epidérmica, carente de matices y profundidad -además de tener que usar micrófono-, a pesar de su más que notable entrega y esfuerzo.

Estuve en uno de los ensayos generales de la función, y he querido volver a verla después de unos días de rodaje. El espectáculo -magnífico de factura- late, lógicamente, con más vida y mejor ritmo. El texto de Vargas Llosa, inspirado en los cuentos de Boccaccio, es de una gran belleza -como no podía ser de otra manera-, pero su pulso dramático no está a la misma altura. En Villa Palmieri, una quinta de recreo situada a las afueras de Florencia, se han reunido Boccaccio, el conde Ugolino y dos cómicos callejeros para huir de la peste que asola la ciudad; allí para pasar el tiempo, se cuentan historias y cuentos. Una vez más, aboga Vargas Llosa por la fuerza de la fantasía, de la imaginación, de la ficción. Y lo hace a través de los relatos mudanos de Boccacio, que cose con otra historia más oscura y misteriosa, amarga y cruel, que tiene como protagonistas al conde Ugolino y a Aminta, la condesa de la Santa Croce, constituida en columna vertebral de la obra.

La liviana estructura dramática de «Los cuentos de la peste» exige una puesta en escena imaginativa y brillante. La que plantea Joan Ollé me parece desigual. Ha vaciado el patio de butacas y lo ha convertido en el escenario, situando al público alrededor, utlizando los palcos y dos gradas construidas al efecto; el espectáculo obtiene así movilidad, dinamismo y cercanía, y resulta atractivo. No acierta Ollé sin embargo con el principio del espectáculo, en el que Vargas Llosa, de pie ante un atril, comienza la lectura de la obra, ni tampoco me parecen adecuadas algunas decisiones de dirección, como por ejemplo los acentos «pijos» -adecuadamente suavizados en la función con respecto al ensayo que ví hace dos semanas- en una de las historias. Pero estas, en líneas generales, se cuentan con agilidad y energía. No así la historia central entre Ugolino y Aminta, que se presenta abrumada y oscura.

En cuanto a la interpretación, está en buena parte condicionada por el trabajo de Vargas Llosa, especialmente en sus diálogos con los personajes de Aitana Sánchez Gijón y Pedro Casablanc, cuyos papeles, me da la sensación, no están a la altura de su jerarquía como intérpretes, que en cualquier caso está presente en el espectaculo. Buena parte de la función se sostiene sobre el descomunal, comprometido y potentísimo trabajo de Marta Poveda y Óscar de la Fuente, que encarnan a los dos cómicos callejeros y se suben a sus desdoblados personajes con generosidad y convicción; los dos transitan por la inocencia, la emoción, la comicidad, la picardía o la tragedia siempre con paso firme y con mucha calidad.

La foto es del magnífico Javier Naval

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