Maya Plisetskaya


La vi bailar por primera vez en el teatro Monumental, creo que era en el año 1987. Venía Maya Plisetskaya con el Ballet del Bolshoi -debía de ser la segunda o tercera compañía-, y ella era la estrella absoluta de aquel conjunto en el que me llamaba la atención la reciedumbre de las bailarinas. Maya Plisetskaya era diferente. Siempre fue una bailarina diferente, una artista diferente. La recuerdo en «Carmen», en «La dama del perrito» (un ballet coreografiado por ella misma con música de su marido, Rodion Shchedrin) y en «La muerte del cisne». Tenía ya más de sesenta años, pero era una bailarina deslumbrante.

Poco después, el Ministerio de Cultura llegaba a un acuerdo con el Gobierno de la todavía existente Unión Soviética y Maya Plisetskaya se convertía en la directora del entonces Ballet del Teatro Lírico Nacional La Zarzuela (hoy Compañía Nacional de Danza). Maya tenía pasión por España; lo dijo en la presentación en Madrid de la edición española de sus memorias,  «Yo, Maya Plisetskaya»: «España fue mi ilusión desde la infancia. El primera disco que escuché en mi vida fue "Carmen", lo oí en un rompehielos que nos llevaba al lugar donde trabajaba mi padre. Yo tenía entonces siete años».

Estuvo dos años al frente de la compañía, y no fueron fáciles para ella. Demasiadas intrigas, demasiadas idas y venidas (lo especificaba así su todavía existente contrato con el Gosskonzert soviético). Su hermano Azari Plisetski y Valentina Savina, dos maravillosos profesores, que lograron elevar extraordinariamente el nivel de la compañía, no fueron el apoyo que ella esperaba, sino más bien todo lo contrario. Maya lo escribió así en su autobiografía: «La corte madrileña de mis ayudantes, por muy triste que sea para mí escribir sobre ello, utilizaba todas mis ausencias para intensificar y complicar las intrigas e intriguillas teatrales. Cada uno de ellos, por lo visto, hizo sus cálculos respecto a mi marcha de la Zarzuela y a su propio ascenso a la dirección del ballet en ese teatro. Mi desconocimiento del idioma español facilitaba sus movimientos».

Mi primer encuentro con Maya Plisetskaya fue en un camerino del teatro Principal de Zaragoza, antes de la primera actuación de la compañía con su presencia. Apenas fueron cinco minutos. Volví a entrevistarla poco después de la presentación del Ballet en el teatro de la Zarzuela. Nos encontramos en el hotel Palace, con Lola, la nieta de Dolores Ibarruri, «la Pasionaria», como intérprete. En aquellas actuaciones intervenía como invitado Julio Bocca, y yo le pregunté por qué no bailaba con él. Sonrió, puso la mano con la palma hacia abajo a media altura, y dijo: «demasiado bajito».

Gracias a mi amigo Ricardo Cué, incondicional de Maya (junto al chelista Felipe Caicedo, fueron sus ángeles de la guarda en España), tuve ocasión de tratar con frecuencia a Maya al margen de las entrevistas que le hice durante su etapa en España. La vi bailar en varias de las galas que Ricardo organizaba y que concluían siempre con  «La muerte del cisne»: recuerdo ahora las de Nerja o Murcia. La acompañé en su visita al Teatro Real antes de su reapertura, y compartí con ella varias cenas. La última, recuerdo, en un restaurante cerca de la plaza de Santa Ana.

No puede decirse que en aquellos encuentros hubiera largas conversaciones; Maya no sabía español y apenas chapurreaba algunas palabras en inglés, pero había simpatía y afecto en su mirada. Maya era bondadosa y llena de generosidad, tajante e inflexible en sus opiniones, curiosa e inquieta. No me resisto a contar una anécdota. Yo entrevistaba a su marido, el compositor Rodion Shchedrin, en el hotel Suecia de Madrid. Ella estaba presente en nuestra conversación, y no dejaba de observarme el pie. Cuando terminó la charla, Maya me miró y me dijo: «Tienes un empeine precioso». Viniendo de un bailarín, es un precioso piropo.

No pude estar (me encontraba de viaje) en el homenaje que se le tributó en el Teatro Real. Lo siento mucho más ahora; sé que preguntó por mi y me apena no haber tenido ocasión entonces de saludarla por última vez. Se ha marchado uno de los grandes mitos del mundo de la danza, una artista única que abrió caminos y que mostró durante toda su vida su coherencia, su pasión y su rebeldía. Pero se ha ido también una mujer extraordinariamente buena.


  

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