«El arquitecto y el emperador de Asiria», de Fernando Arrabal


«El arquitecto y el emperador de Asiria». de Fernando Arrabal, es uno de los textos «malditos» del teatro español reciente. Estrenado en París en 1967, y una década más tarde llegaba a España, concretamente a Barcelona, de la mano de Adolfo Marsillach; su montaje apenas estuvo un día en cartel, porque su autor, furioso porque, según dijo, estaba en desacuerdo con los cortes realizados en el texto original. Si no estoy equivocado, la obra no ha vuelto a ponerse en escea en España, de manera profesional, desde entonces.

Hasta ahora. Para el acuerdo de coproducción entre el Teatro Español y el Teatro General San Martín de Buenos Aires, Juan Carlos Pérez de la Fuente, director de la institución madrileña, propuso el texto de Arrabal, un autor al que pocos, por no decir nadie, ha cuidado tanto como él (siendo director del CDN, montó «El cementerio de automóviles» y «Carta de amor»), después puso en pie «Dalí vs. Picasso» y por último encargó y dirigió el estreno de su último trabajo, «Pingüinas».

El acuerdo entre ambos teatros establecía que un equipo artístico argentino montaría «El arquitecto y el emperador de Asiria» con actores españoles. Más adelante, Pérez de la Fuente montará «El cerco de Numancia», de Cervantes, con un equipo artístico de aquí y un reparto fundamentalmente argentino. 

Corina Fiorillo ha dirigido la pieza de Arrabal, interpretada por Fernando Albizu y Alberto Jiménez. «El arquitecto y el emperador de Asiria» es un texto brillante, inquietantemente translúcido, en el que están presentes los más reconocibles fantasmas y obsesiones de su autor, especialmente su relación con su madre, que ronda por muchas de sus creaciones. Es además una obra bífida, astuta, envolvente, incluso escurridiza, pero fascinante. Sus dos personajes -en apariencia dos seres encerrados en una isla, que, también en apariencia, juegan a ser lo que no son-, son poderosamente teatrales y, a pesar de que en principio son dos monigotes rellenos de serrín movidos por la mano del autor, poseen mucha más carne y sangre.

La opción elegida por Corina Fiorillo es la de plantear un frenético juego, que presenta el patetismo de los dos personajes (¿o son uno dos veces?), la dependencia el uno del otro. Recoge el guante del autor y monta una función desenfrenada, llena de disparate, casi guiñolesca. 

Y en el centro se instalan dos actores «monstruosos», según término que usó la propia directora en la presentación del montaje. Dos actores, Fernando Albizu y Alberto Jiménez, que se suben, sin red, al trapecio emocional que les exige la función; que viajan por la montaña rusa que es el texto dejándose la piel, con una entrega admirable y una fe ciega en la directora y en las palabras de Arrabal. Ambos componen finalmente, dentro de sus diferencias, un solo personaje de dos caras.  

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