«Historias de Usera», en la sala Kubik Fabrik


Cuando alguien escriba dentro de algún tiempo la historia del teatro madrileño del siglo XXI, habrá de dedicarle un capítulo extenso a la revolución -«acción y efecto de revolver o revolverse»- que ha supuesto para nuestra escena el impulso de las salas pequeñas, del «of» -terminología tomada del teatro neoyorquino-; y dentro de ellas, no podrá evitar referirse con admiración a un espacio que, en un demasiado corto período de tiempo, ha dejado una profunda huella con sus propuestas y su labor social: la sala Kubik Fabrik.

Situada en uno de los barrios periféricos de Madrid, Usera, con un alto índice de población inmigrante, y capitaneada por Fernando Sánchez-Cabezudo, la sala Kubik Fabrik cerrará sus puertas en unos días. Y ha querido despedirse del público con una pieza, «Historias de Usera», nacida en su seno y que resume de algún modo lo que ha sido su trabajo en este tiempo: montajes de calidad e integración con las gentes del barrio.

Hay que decir enseguida que «Historias de Usera» es una joya labrada con cariño de orfebre por todos los que la han creado y la han puesto en pie, y que se nutre de una energía muy especial, que inspira y respira al tiempo, y que crea una singular, y fecunda, comunión con los espectadores. No es, me parece a mí, una cuestión menor esta corriente emocional en el desarrollo de la función.

Fernando Sánchez-Cabezudo ha creado un espectáculo tierno, divertido, cercano y profundo a la vez, a partir de un puñado de historias nacidas para la innovadora aplicación Storywalker, y escritas por autores de tanto talento como Alfredo Sanzol, Miguel del Arco, Denise Despeyroux, José Padilla, Alberto Olmos y Alberto Sánchez-Cabezudo, además de los vecinos del taller de escritura creativa José Hierro. 

Usera -sus historias, sus gentes, su memoria- es la protagonista de este espectáculo; sus textos brotan de las paredes de sus casas, de los adoquines de sus calles o de la tierra de sus descampados. Pero sobre todo brotan del alma de sus habitantes. Aparecen en escena desde La Narcisa, una entrañable mujer que aseguraba ser la madre de Manuel Benítez «El Cordobés», hasta un «vampiro chino» que vende chicles en una tienda de alimentación, pasando por dos viejos enamorados que añoran los tiempos de la sala de fiestas Copacabana o un heavy que roba el bombo de la banda de Lou Reed tras un caótico concierto.

Son historias sencillas, directas narradas con naturalidad y un punto de nostalgia en algunas, sobre las que Sánchez-Cabezudo ha levantado este espectáculo profundamente emocionante -a los vecinos del barrio les toca especialmente- y que esconde un minucioso trabajo casi de relojería detrás de su aparente sencillez. Contribuye a redondear esta fiesta teatral la evocadora escenografía de Alessio Meloni, maravillosamente iluminada por David Picazo.

Esa energía a la que me refería antes, y que inunda toda la sala, se posa también sobre los actores -los profesionales y los «aficionados», que ejercen también de anfitriones. Destaca el trabajo de Inma Cuevas, más que una actriz un prodigio, especialmente en su encarnación de la Narcisa: su paleta de matices es extensísima, y colorea con precisión y riqueza su interpretación. Jesús Barranco, Ana Cerdeiriña, José Troncoso y Huichi Chiu contagian de sinceridad sus magníficos trabajos, e Ivan Jiménez, Juan Ramón Saco, Juan Antonio Rodríguez, María Teresa Prado (May), Juan Antonio Montes, Luis Ureña y Esther León Soriano se entrecruzan con los actores con idéntica verdad y naturalidad.

Un solo pero: el, para mí, innecesario intermedio (supongo que tendrá motivos técnicos), que afortunadamente no consigue que se pierda ni el ritmo ni la tensión emotiva del espectáculo.

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