«El ángel exterminador»


Es difícil (al menos para mí) abstraerse, a la hora de juzgar una función, a las expectativas despertadas. Sería injusto, por otro lado, medir con el mismo rasero una superproducción de un teatro público con muchos medios a un montaje de una compañía modesta levantado con más sudor que posibilidades. Aunque el público no ha de notar (y ahí está la magia del teatro) la diferencia. 

Se presenta ahora en el Teatro Español «El ángel exterminador»), una adaptación teatral de la película de Luis Buñuel que ha escrito Fernando Sansegundo y ha dirigido Blanca Portillo. La ecuación Teatro Español + Luis Buñuel + Blanca Portillo, es sumamente atractiva, y sobre el papel el montaje tenía todas las papeletas para ser uno de los más importantes de la temporada.

«El ángel exterminador» narra, como todos vosotros sabréis, la peripecia de un grupo de personas reunidas en una casa y que, sin un motivo aparente, no pueden abandonar la habitación en la que se encuentran. Con el paso del tiempo, la asfixiante situación genera actitudes y reacciones viscerales en las que se sale a la superficie el lado animal (en el peor sentido) del ser humano. 

La decepción ha sido mayor cuanto mayores eran las expectativas, porque, a mi entender -y al de la mayoría de las voces que he escuchado hablar de la función-, el montaje no está a la altura de lo esperado -y deseado-.

Y aquí es donde entra esa relatividad de la que hablaba, porque las virtudes de «El ángel exterminador» son muchas: una espléndida interpretación, unos magníficos vestuario, escenografía e iluminación, una adecuada ambientación... Una brillante factura, en suma, que le da el empaque exigible a cualquier producción del Teatro Español.

¿Qué falla, a mi entender, en este montaje? Sobre todo la emoción. La magnífica directora que es Blanca Portillo firma un montaje distanciado, a lo que no ayuda el imperdonablemente deficiente sonido que, al menos en la función a la que yo asistí, un par de días después del estreno, impedía que se entendieran con claridad algunos diálogos. 

El resultado es un espectáculo excesivamente frío con el que no terminé de conectar. Hay además muchos cabos sueltos; no tengo la película en la cabeza -tampoco me importa, no creo que sea relevante en este caso-, y no sé si la propia historia los dejaba así o si se deben achacar al montaje, pero creo que la función hubiera ganado si se hubieran eliminado escenas como la inicial, con varios de los criados de la casa abandonando el lugar, o personajes como la enigmática tejedora. No entendí, tampoco, la necesidad de molestar a unos espectadores haciendo que varios personajes entraran y salieran de los asientos, obligándoles a levantarse varias veces. No aportan nada, a mi entender, y emborronan el drama que los catorce invitados a la cena están viviendo, y que es la columna vertebral de la historia que se quiere contar.

Algunos reparos se pueden considerar superficiales, lo admito, si se tiene en cuenta el trasfondo filosófico del montaje, pero creo, y tal vez me equivoque, que hay una intención estética en el montaje de Blanca Portillo (tal vez en homenaje a su admirado Tomaz Pandur, del que creo que la función es en parte deudora), y que ésta estorba mucho el mensaje final, si es que éste existe. 



La foto es de Sergio Parra

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